Ella los miraba felices con cara de tristeza, escondida detrás de los álamos. Ellos, tendidos en el pasto, se sonreían con amor entre sí, como si no hubiera nada más que ellos dos, como si ya no les importara los demás. Ella bajó la cabeza. Lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas, lágrimas que nadie vería, lágrimas que largaban una a una cada parte de su dolor; ese dolor, el que le abrazaba la garganta impidiéndole gritar. Ese dolor que la hacía estar allí, sola, mirando como ellos eran felices y ella no.
Mirando como otra se llevaba la que hacía años debería haber sido su felicidad, por lógica, pero que no lo era porque ella jamás había luchado, jamás la habían dejado luchar. La habían atado moralmente de pies y manos, y ya nada podía hacer. Nada. Ni una posibilidad de ¿recuperar? (o más bien, conseguir) esa felicidad que se la llevaba otra por segunda vez. Ningún tipo de posibilidad, nada para hacer por conseguir el cuerpo de quien amaba, o más bien
adueñarse de su corazón. Ningún tipo de
sueños, por lo tanto, porque
otra vez se los volvían a robar.