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Mareos. Esa mirada le hacía sentir mareos, lo hacía perderse. Le hacía sentir que por un instante todo valía la pena si sus ojos castaños se clavaban por una milésima de segundo (al menos) en él; en ese instante, llegaba a creer que era feliz, que tenía todo lo que quería, que con esa mirada podría volar, que para la dueña de esa mirada él era alguien. Pero entonces, el contacto con sus ojos se perdió, y ella vió en silencio cómo la chica de aquellos rasgos tan hermosos se posaba en un chico cerca de él. Y vió cómo el otro chico la ignoraba, y cómo la expresión de ella se entristecía. Ante el dolor que le causaba ver a esa chica quebrarse, nuestro joven se puso de pie y se le acercó. Sus miradas volvieron a encontrarse, y él leyó: dolor escondido, alegría fingida, indiferencia, tristeza oculta. Tuvo ganas de abrazarla, pero algo se lo impedió: tenía casi miedo a su tacto, lo cual no era raro pensando que si su mirada lo mareaba ¿qué iba a pasar cuando la chica lo rozara? En silencio la observó, estuvo a su lado. Ella, triste y absorta en sus propis pensamientos ni siquiera notó su presencia, ni siquiera supo darse cuenta que su tristeza era una estupidez estando otro chico a su lado compartiendo su dolor. No supo ver, porque no tenía la capacidad de verlo por dentro. En realidad, pensó el chico con amargura, nadie tenía tal capacidad. Nadie iba a ser capaz de juzgarlo por cómo era por dentro, en vez de alejarse de él por su exterior. Todabía, al menos, no se había inventado un espejo que reflejara el alma, para que la chica pueda ver la de él, elegirlo y no sufrir más ninguno de los dos.
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